Un hombre maya estaba muy triste mirando el horizonte.
Los animales se acercaron para hablar con él.
“No queremos verte triste” dijo un tucán.
“Pídenos lo que quieras y lo tendrás” añadió el venado.
Esa vida del Yucatán, sin apartar la triste mirada del horizonte, dijo:
“Quiero ser feliz”.
A lo que la lechuza, sabia entre las aves, respondió:
“¿Nadie sabe qué es la felicidad? Pídenos cosas que entendamos”.
Entonces el hombre, mirándolos por primera vez, expresó:
“Quiero tener buena vista”.
El zopilote dijo:
“Tendrás una vista como la mía”.
“Quiero ser fuerte”.
El jaguar aseguró:
“Serás fuerte como yo”.
“Quiero caminar sin cansarme”.
El venado no dudó:
“Te daré mis piernas”.
“Quiero adivinar la llegada de las lluvias” deslizó el hombre.
En ese momento, habló el ruiseñor:
“Te avisaré con mi canto”.
“Quiero ser astuto”.
El zorro, que había estado callado, se adelantó:
“Te enseñaré todo lo que sé”.
“Quiero trepar a los árboles”.
La ardilla ofreció:
“Te daré mis uñas”.
“Quiero conocer las plantas que curan las enfermedades”.
Enroscada en un tronco, la serpiente habló:
“¡Ah, esa es cosa mía! ¡Yo conozco todas las plantas! Te las marcaré en el campo”.
Y al oír esto último, esa descendencia de un pueblo milenario, sin cambiar el gesto, se alejó.
Entonces la lechuza, sabia, dijo a sus compañeras las bestias:
“El hombre ahora sabe más cosas y puede hacer más cosas, pero siempre estará triste”.
Y la chachalaca, esa pava silvestre que aturde con su canto, se puso a gritar:
“¡Pobres animales! ¡Pobres animales!”.
Las criaturas de la tierra infinita lanzaron una carcajada que todavía se escucha cuando se está en medio de la selva Lacandona.