En la ciudad de Kabah, vivía una anciana hechicera que conocía los misterios de las estrellas y los secretos de las hierbas. Todos los días, la hechicera contemplaba con dulzura un huevo muy pequeño que había encontrado por azar.
Un buen día, el huevo se abrió y apareció un niño: la alegría de sus años de vejez. Con el paso del tiempo, se hizo adulto: le crecieron la barba y los cabellos, pero su cuerpo quedó pequeño.
El enano, sagaz y malicioso, aprovechando un descuido de ella, encontró el tunkul entre las cenizas. Y el sonido que logró emitir con él, fue tan fuerte, que llegó hasta el palacio del rey de Uxmal.
Precisamente, era esa la señal de una terrible profecía que anunciaba el fin de su reinado. Por tal motivo, el rey decidió indagar, con el mismo enano, si existía alguna manera de librarse del terrible vaticinio.
El enano le respondió que mandara a construir un camino desde Uxmal hasta Kabah, y cuando el camino estuviera terminado, él regresaría con la respuesta.
Tan pronto el camino quedó listo, el enano puso una nueva condición: romper un cocoyol en la cabeza de ambos. El rey aceptó, siempre y cuando el enano fuera el primero en pasar por la prueba, y la pasó sin problemas; sin embargo, el rey perdió la vida en el intento. Y enano fue proclamado rey de Uxmal.
Ese mismo día, la abuela lo mandó a llamar para decirle: “Sé justo y enfrenta siempre la verdad, no olvides que es más importante ser bueno que ser justo. Sigue la voz de los dioses, pero oye la de los hombres. Nunca desprecies a los humildes y desconfía siempre de los poderosos”.
La abuela murió poco tiempo después, y mientras él siguió sus sabios consejos, la ciudad de Uxmal vivió largos periodos de paz y felicidad, hasta el momento en el que el enano empezó a cometer excesos, convirtiéndose en un tirano orgulloso.
Mandó a levantar una estatua de barro que puso sobre una hoguera, para que fuera la imagen de un dios más poderoso que sus propios dioses. Entonces, ocurrió que la estatua se endureció con el fuego, y vibró cual campana. El pueblo, creyendo que la imagen hablaba, se entregó a su adoración.
Los dioses, indignados por semejante sacrilegio, castigaron a la ciudad. Millares de guerreros entraron en ella, la saquearon y la incendiaron, borrando para siempre la memoria del pueblo y del enano que algún día reinó sobre ellos.